SOBRE LAS PALABRAS QUE USAMOS

«Apostillas sobre el lenguaje de los poetas»,
por Rafael Felipe Oteriño

 

«El poeta escribe con las palabras de todos los días algo que solo de manera refleja expone el horizonte de “todos los días”. Porque la suya es una palabra impregnada por la transfiguración: dice esto para significar aquello, dice aquello porque no puede comunicar esto. En ambos casos violenta el “esto” y el “aquello” al sacarlos de su dimensión natural para darles otra vida en el lenguaje.

Comúnmente, el poeta deja de lado el adverbio “como” en su definición de las cosas, revalidando el rimbaudiano recurso de aunar lo uno en lo otro (aplicación del conocido “Je est un autre” del poeta francés), con lo cual devuelve al lenguaje su función originaria de dar nombre a las cosas. En su lenguaje esto es aquello, tal como lo fue en el orden primitivo.

Esto relaciona la poesía con el regalo de la musa (o don o inspiración o precipitado psíquico o tropel de palabras o mera voluntad de crear algo donde no hay nada: como quiera llamársele al acto creador), que lleva al poeta a expresarse, primero, por la percepción intuitiva; luego, a través de figuras de la imaginación; y al cabo, mediante la pieza verbal con la que corona la pulsión de ir más allá de sí mismo.

Un poema de amor, por ejemplo, no requiere la referencia al autor ni la descripción del ser amado. Tiende a valerse de hechos aparentemente extraños al autor y al ser amado (el poema de Macedonio Fernández dice: “Amor se fue. / Mientras duró de todo hizo placer. / Cuando se fue/ nada dejó que no doliera.”). Lo que expresa, en primer lugar, es el amor que el poeta siente por las palabras.

La poesía pone al descubierto el hiato existente entre la vida diaria, donde las cosas ocurren como una sucesión de hechos físicos, temporales y fugitivos, y la vida presentida, intuida e ideada del escritor (o meta-vida), donde la escritura suspende el tiempo lineal, enmarca una situación y confiere a esas mismas cosas un sentido complementario y revelador.

Alguna vez escribí que para tomar dimensión de la poesía hay que alejarla provisoriamente de las bellas letras. Me explico: evitar la exaltación de lo que es adorno, descripción, sujeción servil al motivo del poema. Esos extremos en los que de ordinario se tiende a ver lo poético, con olvido del misterio de eso que está ahí, ofreciéndose y negándose, y que es el verdadero tema del poema.

La poesía tiende a ir más allá del sujeto y del objeto, y eso pone de manifiesto una dimensión que no es tanto metafísica como inexpresada (latente, oscura, velada), hacia la que el poeta se asoma y de la que se aleja durante la escritura, como en un juego de aproximaciones. Ese renglón ulterior cuyo depositario es la forma poética, entendida como custodia, fuente y espacio de develamientos […]».

Seguir leyendo el artículo escrito especialmente para el boletín por el académico de número y secretario general de la AAL Rafael Felipe Oteriño.