Poema de Antonio Requeni en homenaje a
Manuel Belgrano
Buenos Aires, 20 de junio de 1820.
El creador de nuestra bandera, Manuel Belgrano, postrado y sin dinero, entregó al médico, poco antes de morir, el reloj de oro que le obsequió el Gobierno Central en reconocimiento por las victorias de Salta y Tucumán. Era el día de los tres gobernadores. En las calles, hubo muchas manifestaciones, y la muerte de Belgrano pasó inadvertida.
Doctor, acepte este reloj como honorario.
Solo el reloj me queda y es inútil
seguir midiendo el tiempo que se acaba.
Únicamente usted y mis recuerdos
vinieron hoy a visitarme.
¿Qué ocurre afuera? Vuelvo a oír los ruidos
de una patria incipiente y tumultuosa,
y nada puedo hacer. Doctor, ¿me escucha?
Yo estudié en Salamanca y, al volver,
quise ayudar a iluminar un sueño,
ser abogado de la primavera,
pero cambié las leyes por la espada.
General de batallas y desdichas,
en Salta, Tucumán y Vilcapugio,
vi resbalar la sangre de la historia.
Y en medio del fragor —arrojo y muerte—
amé con desenfreno y cobardía.
Tuve hijos que no reconocí, fortunas
que deseché, amigos, camaradas,
que me quisieron o me traicionaron.
Fui, como muchos, noble y egoísta.
Mas mi pecho aún se inflama si recuerdo
el día que en la orilla de aquel río,
bajo el sol vertical, entre las garzas
y unos duros soldados, orgulloso,
le ofrecí a mi país una bandera.
Doctor, siento que esa bandera me redime
del fracaso final: esta agonía.
Adiós doctor, y un último pedido:
que los suaves colores de la patria
envuelvan este cuerpo cuando muera.