En la sesión ordinaria del jueves 10 de junio, realizada de forma virtual, el académico de número de la AAL Javier Roberto González leyó su comunicación titulada «Mitre y la invención del discurso épico argentino», en homenaje al político, militar, historiador y escritor por el bicentenario de su nacimiento, el 26 de junio de 2021.
El artículo de Javier Roberto González se publica a continuación, y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de enero-junio de 2021.
«Por alguna razón misteriosa casi todos los países, casi todas las culturas se imponen el deber de contar con una gran obra épica que dé razón de sus inicios heroicos mediante un relato popular y originario capaz de definir y glorificar para siempre esa inasible entelequia llamada identidad nacional. Cuando tal obra existe, cuando viene espontánea e incontestablemente dada por la tradición inmemorial, se la celebra y canoniza; cuando no existe, se la inventa, con mayor o menor fortuna o verosimilitud. En algunos casos la invención es magnífica, superior incluso a sus modelos reales: allí están la Eneida en Roma, Os lusiadas en Portugal, y aun la mismísima Commedia en Italia; perfectísimos monumentos, sin duda, imitaciones tardías, eruditas y altamente estilizadas del patrón de la verdadera epopeya, mas ninguno de ellos cabalmente épico-heroico en el sentido que venimos de sentar de relato popular y originario, según se observa —y sin entrar aquí en las debatidas cuestiones sobre su composición oral o escrita, individual o colectiva— en los emblemáticos textos identitarios de la India —el Ramayana—, Grecia —los poemas homéricos—, Alemania —el Nibelungenlied—, Inglaterra —el Beowulf—, Rusia —el Igor—, Francia —a Chanson de Roland— o Castilla —el Cantar de mio Cid—. Hay que admitir, sin complejos ni disgustos, que no todos los pueblos tienen épica, y que no tienen además por qué tenerla. Los pueblos semitas carecen de ella —en Israel y en el Islam los relatos de los orígenes adoptan formas mucho más religiosas y teológicas que cabalmente heroicas, aunque sus grandes textos sagrados no carezcan, desde luego, de ingredientes parcial y fragmentariamente épicos—, mientras sí la tienen pueblos indoeuropeos como los indios, los griegos, los celtas, los eslavos y los germanos, mas no los latinos; entre los herederos románicos de estos últimos solo han conocido el tipo de épica popular y fundante de la que hablamos aquellas naciones cuyas aristocracias primeras proceden del tronco germano, como las de Francia y Castilla, y han carecido en cambio de epopeya originaria las mucho menos germanizadas culturas de Italia, Cataluña, Provenza y Portugal. A la zaga de tan ilustres excepciones, ¿debería inquietarse nuestra reciente y epigonal Argentina por no poseer, tampoco ella, una epopeya genuina? ¿O acaso sí la posee, disimulada bajo ropajes ajenos al molde literario arquetípico? ¿Somos como Grecia, y tenemos un gran poema homérico fundante, o como Roma, y carecemos de él?
Si algo caracteriza al genio argentino es que ante cada imaginable pregunta jamás atina a ofrecer una sola y concorde respuesta, o bien una multiplicidad matizada y prudentemente conjetural de ellas, sino dos, antitéticas, irreductibles, tajantes, eternamente hostiles y fecundamente estériles. A propósito de la cuestión planteada, quienes piensan que sí somos griegos y sí tenemos un Homero, esgrimen como respuesta el Martín Fierro de Hernández; quienes nos inclinamos más bien por ser romanos y por poder jactarnos de un Virgilio o de un Tito Livio, proponemos a Mitre y a sus historias de Belgrano y San Martín como evidencias. El propósito de las páginas que siguen es abonar esta propuesta a título de módico homenaje, en el bicentenario de su nacimiento, del intelectual y hombre de acción que supo construir a un tiempo nuestra unión nacional y nuestro relato nacional.
Lo que más impresiona en la figura de Mitre es, precisamente, esa férrea coincidencia de su acción política y su discurso histórico en pos del único objetivo de la definición y la puesta en marcha de una nación —nombre elegido no de balde para su emblemático diario—, esto es, de un cuerpo social con una identidad inequívocamente dada por la tradición que llega del pasado, y con un propósito de vida futura en común claramente postulado como proyecto […]».
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