En la sesión ordinaria del jueves 24 de junio, realizada de forma virtual, el académico de número y secretario general de la AAL Rafael Felipe Oteriño leyó su comunicación titulada «Sobre el estilo tardío».
El artículo de Rafael Felipe Oteriño se publica a continuación, y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de julio-diciembre de 2021.
«La primera vez que me topé con la expresión “estilo tardío” fue al leer las cartas que se cursaron los escritores Paul Auster y John M. Coetzee entre los años 2008 y 2011 (Aquí y ahora, 2012). Aludiendo a las connotaciones que engrosan y, a la vez, desdibujan los rígidos límites denotativos de las palabras, este último le comenta a su interlocutor: “No es infrecuente que los escritores, a medida que envejecen, se cansen de la llamada poesía del lenguaje y busquen un estilo más desnudo: el estilo tardío”. La reflexión me cautivó de inmediato, tanto por el capítulo que parecía abrir en cuanto a la génesis de la poesía, como por la propia construcción gramatical signada por su alusión al paso del tiempo. Busqué mayor desarrollo en las siguientes cartas, pero el escritor sudafricano de nacionalidad australiana se limitó a apuntar una caracterización ligera, no compleja, sobre dicho estilo, mientras que el norteamericano le respondió en términos diametralmente opuestos, señalándole que, a su criterio, se trata de un estilo más elaborado, complejo y barroco. La semilla estaba sembrada y el tema me siguió persiguiendo durante varios días. Hasta que una conversación azarosa me remitió al prólogo con el que Borges encabeza su libro La moneda de hierro (1976). Allí, nuestro máximo escritor apunta: “Bien cumplidos los setenta años (…) un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe (…) lo que puede intentar y —lo cual sin duda es más importante— lo que le está vedado.” Y, a continuación, agrega dos observaciones. La primera, que la “estética abstracta” (alude a los juegos retóricos, gracejos y alardes en los que se puede recaer al tiempo de escribir) es, por su efecto simplificador, “una vanidosa ilusión” o un “tema para las largas noches del cenáculo”. La segunda, que “Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir”. A renglón seguido, califica a dicho libro de “miscelánea” y, con el amplio abanico que permite reunir lo diverso (no otro es el significado del término), señala que en sus páginas se ha consentido “algunos caprichos”, como el de intercalar palabras oídas en un sueño, reescribir un soneto sobre Spinoza, aligerar —mudando el acento prosódico— el endecasílabo castellano. O sea que Borges confiesa haberse permitido eludir las ortodoxias de lo que Coetzee denomina “poesía del lenguaje” y, en paralelo con la caracterización de Auster, asumir una probada libertad compositiva. Y el libro es, en efecto, una miscelánea. Lo mismo que El Hacedor (1960), escrito cuando aún no prescribía estas libertades, pero ya las inauguraba. Recordemos la licencia contenida en el prólogo de este otro libro, al unir la figura de Leopoldo Lugones con la suya en el acto de hacerle entrega de un ejemplar del mismo. “Una escena imposible”, acota Borges, ya que eso ocurre en 1960 y “usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho”. Esto es —reflexiono—, una feliz conjunción del pasado y el presente. O mejor aún: la suspensión lisa y llana del tiempo y su ordenación como otra dimensión del espacio.
No más de lo mismo, sino lo otro de lo mismo. Puesto a profundizar sobre el tema, comprendí que mi interés se centraba no en la vertiente de aquellos autores que se perpetúan en los motivos, abordajes y tono de sus años juveniles, como si los temas fueran siempre los mismos, las articulaciones verbales hubieran sido definidas de una vez para siempre y al escritor contemporáneo no le quedara otra posibilidad que la de hacer variaciones sobre lo ya consagrado. No, mi interés era otro. Esos escritores parecen desconocer que el lenguaje es un cuerpo vivo, en constante creación, y que lo no expresado bajo una modalidad discursiva puede ponerse de relieve a poco que se alteran los léxicos y la mirada, no repitiendo más de lo mismo, sino señalando lo otro que anida en sus entresijos: lo callado, lo soslayado, lo omitido. Me interesaba, por el contrario —y es el propósito que anima estas páginas—, destacar el giro, la experimentación y el arrojo asumidos por tantos otros escritores que, llegados a una cierta edad, no solo no decaen en su labor sino que la acrecientan, con modos inéditos y hacia direcciones insospechadas, dando muestras de una vitalidad desbordante (y también, por cierto, de una ansiedad no menos irreprimible). Para expresarlo desde su mejor perfil, quiero citar el verso de Saint-John Perse que recorre los ocho “Cantos” del poema Crónica (1960), escrito en su “alta edad” como le llama a la madurez: “Vejez, mentías: tu lecho era de brasas, no de ceniza”. Y así encarnado el asunto, decir que el poeta que incursiona en el estilo tardío no tiende a detenerse en un pasado glorioso, sino que se vincula más y más con el presente de los hechos y las cosas y con la interioridad de sus propios fantasmas. Sale a la calle, conversa con los más jóvenes, escucha la radio, lee los periódicos, se deja seducir por las novedades, trata de interpretar las obras recientes, y lejos de convertirse en un invitado de sí mismo (como los que condensan sus pérdidas en la desdichada frase “todo tiempo pasado fue mejor”), toma la extrañeza del cambio como un desafío. Sabe que su vida e incluso su obra se juegan en el presente histórico. Y sabe, por su formación, que ese presente está alimentado tanto por el estilo elevado, ennoblecido por la tradición de sus antecesores, como por el registro humilde de lo mínimo, lo pobre, lo azaroso e irrelevante y casual de cada día. Y que en ese cruce de caminos parece hallarse el secreto que es la clave de la vida. Tal vez ve surgir de su pluma un lenguaje desusado, menos comunicativo, más proclive a la desarticulación que a la armonía, en el que las palabras se muestran con la rusticidad del metal, de la piedra, del hueso (la “brasa” será brasa, antes de ser locución de algo candente; la “ceniza”, materia gris, inane, por encima de su apenada metonimia). Acaso presencia la derrota de sus anteriores convicciones estéticas, pero, buen intérprete de su tiempo, asume el hecho y asiste al cambio de aquello que, por el transcurso de los años, había perdido su misterio, siendo reemplazado por giros estetizantes, habilidades retóricas y una técnica musical menguada por la cantinela de su propia reiteración. Llega el día —recalco— en que el poeta recupera el encanto, pierde la desilusión, retoma la tensión de sus años jóvenes y, como formando círculos en el agua, se abre milagrosamente a una visión más desnuda de la vida. De esta vertiente hablo cuando me refiero al estilo tardío […]».