En la sesión ordinaria del jueves 10 de marzo, realizada de forma virtual, el académico de número de la AAL Abel Posse leyó su comunicación titulada «Mi libro y su venir», que incluye un anexo en homenaje al crítico francés Maurice Blanchot, autor de El libro por venir.
El artículo de Abel Posse se publica a continuación, y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de enero-junio de 2022.
«Como todas las cosas que definen nuestra personalidad, la vocación de escritor suele sugerirse desde lejos, en los laberintos de la infancia y la adolescencia.
Luego surge la ocurrencia de escribir, como en otro la de dibujar o bailar.
Uno recuerda: un patio de barrio en una lánguida tarde de invierno. El escritor cachorro garabatea una historia seguramente plagiada, dobla el papel, agrega una “carátula” y le vende a su abuela la obra, por diez centavos, el precio de una pelota de goma o de dos soldados de plomo.
Ante la clase de colegio, el escritor busca espacios propios. Es él, pero sabe que crece otro que a veces guía su pluma inexperta sobre el papel blanco. ¿Por qué insiste en ese ejercicio? ¿Qué fuerza o posibilidad intuye en la escritura? ¿Qué es ese vivirse a través de las palabras? ¿Por qué él?
Así se fue consolidando una doble vista. Al mirar de todos, se agrega la mirada de ese Otro, que parece tener vocación de testigo y de maestro. Ese otro que nos espía, que considera los pensamientos e intenciones que surgen libremente en nuestra intimidad.
Nací en una casa con libros. No muchos, pero libros de un lector entusiasta, mi padre. A veces llegaba de la librería Fray Mocho o El Ateneo con un paquete de libros. Era un gran lector de la Generación del 98. En su mesa de luz había siempre una pila de libros de la Colección Austral y de Losada. Eran años en que muchos autores de España eran publicados en nuestra América. Mi padre gozaba de Baroja y reflexionaba con el Unamuno del “Sentimiento trágico de la vida”.
Empezamos a respetar ese Otro que parece tomar la vida más en serio que nosotros y tiene propósitos de trabajo y creatividad. A veces se pone en justiciero, en moralista, en testigo, según algún código de segura corrección creadora.
De algún modo sentimos que empieza a tomar demasiada autoridad y que arruina la espontaneidad del vivir simple. Empezamos a padecer lo que después, con el tiempo, se agrava: el Otro, se pone la mayúscula y empieza a ser más interesante que el uno mismo. Nos lleva por el bosque infinito de los libros y lecturas, nos elige amigos. Nos deja una zona de protesta: él vive para contarlo. Esto es anormal, pero fascinante.
Se puebla su biblioteca de admiraciones y errores. Después de pocos años, uno se recuerda intentando a Joyce. Y la compra de Proust en la librería de la calle Rivadavia, en un solo tomo, imposible de leer en la cama. Dos libros famosos, pero pesados, se soportaban por respeto, todavía no por legítima admiración. Por entonces yo admiraba Arlt y a Eça de Queiroz (toda su obra que me pasó un tío muy lector).
Vive un extravío esperanzado. Fatigados los caminos secos, seguirá buscando. El destino decidirá si el escritor logra caer y permanecer en la voz que le es propia pero cuyo sonido y sus claves todavía no distingue. Apuesta al azar. No calcula los peligros. El oficio se edifica a corazonadas, con insolencia irracional […]».