En la sesión ordinaria del jueves 11 de agosto, el académico de número de la AAL Antonio Requeni leyó su comunicación titulada «Recuerdos de Alejandra Pizarnik», en homenaje a la poeta, ensayista y traductora argentina, de cuyo fallecimiento se cumplieron cincuenta años el pasado 25 de septiembre.
El artículo de Antonio Requeni se publica a continuación y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de julio-diciembre de 2022.
«Al promediar la década de los años cincuenta, las tres cuadras de la calle Viamonte que van de Florida a 25 de Mayo, eran el territorio habitual y emblemático de la intelectualidad porteña. En la esquina de Florida estaba le confitería Jockey Club, donde por las tardes podía verse a Oliverio Girondo y su esposa Norah Lange con su revuelta cabellera rojiza, rodeados por los poetas surrealistas Enrique Molina, Edgar Bayley y Francisco Madariaga, quienes junto con artistas plásticos afines fundaron allí la revista Letra y Línea. Borges, burlón y poco afecto a los excesos vanguardistas, la llamaba “Letrinia”.
A poca distancia, en la acera opuesta de Viamonte, se hallaba la librería “Galatea”, del francés Félix Gategno y su socio Pierre, que había sido héroe de la Resistencia en París. Allí podía encontrarse las últimas novedades bibliográficas llegadas de Francia, así como la revista Temps Modernes y discos de Juliette Greco y Jacques Brel.
En la siguiente cuadra, a metros de San Martín, en el primer piso del edificio de Viamonte 494, funcionaba la oficina de la revista y editorial Sur. El edificio se levantaba en el solar donde había nacido Victoria Ocampo. En la vereda de la Facultad de Filosofía y Letras, pasando Reconquista, estaba la pequeña librería “Letras”, de la robusta y simpática María Rosa Vaccaro, y frente a la Facultad otra librería: “Verbum” de Paulino Vázquez. Se decía que el local era en realidad de dos profesores que por temor a la persecución peronista pusieron como testaferro a Paulino Vázquez, un gallego que había sido ordenanza de la Facultad y ahora fumaba en pipa y adoptaba un gesto intelectual, entre circunspecto y reconcentrado. Una de las paredes estaba ornada con fotografías de los poetas de la generación del 40, algunos de los cuales eran habitué de la librería: Alberto Girri, Héctor Murena, y otros hoy bastante olvidados como Eduardo Jorge Bosco, Héctor Villanueva y Gregorio Santos Hernando.
Un bar frecuentado por los cuarentistas era el “Florida”, en uno de los accesos de las Galerías Pacífico. Una tarde me hallaba sentado a una de sus mesas cuando vi entrar al poeta y editor Arturo Cuadrado con una jovencita. Cuadrado, a quien conocía, me saludó y presentó a su acompañante. Era Alejandra Pizarnik, de quien acababa de publicar en su editorial “Botella al Mar” el libro La tierra más ajena. Reconocí en ella a una vecina que había visto muchas veces en el barrio sin saber quién era. Los dos vivíamos entonces en Avellaneda. Ella también me reconoció. Ese fue el comienzo de una amistad que perduró hasta su muerte.
Alejandra tenía 19 años, estudiaba en la Facultad y había hecho un curso de periodismo junto con su amiga Elizabeth Azcona Cranwell, donde tuvo una relación algo más que sentimental con su profesor de literatura, también poeta, que la inició en su fascinación por los poetas románticos alemanes y por los franceses llamados “malditos” […]».