Viaje a España

LA LENGUA EN LOS MEDIOS ORALES DE COMUNICACIÓN

La preocupación creciente de cuantos están atentos e interesados por la unidad, la riqueza y el decoro de nuestra lengua española en los medios de comunicación es más que evidente. No solo se da esta conciencia sostenida y alerta en las instituciones que tienen por especial objeto de estudio la lengua -nuestras Academias, la Asociación de Academias, los Institutos especializados-, sino en los medios mismos que han tomado partido por esos intereses y pretenden corregir la grave declinación en que se está cayendo en el plano lingüístico, así como la necesidad de buscar criterios unitivos para su tarea expresiva. Prueba de ello son la aplicada elaboración de los llamados "libros de estilo".
En mi país, la República Argentina, la presencia de un caudaloso aluvión inmigratorio -de tal naturaleza que llegó a constituir la mitad de la población total hacia las dos últimas décadas del siglo XIX y la dos primeras XX-, generó un grave cuadro de deturpación en el uso de la lengua española, misturada con elementos de otras, a tal punto que Américo Castro asimilaba la situación argentina - servata distantia- a la de Roma bajo los efectos de la invasión de los pueblos bárbaros; o, con una metáfora repetida en todos los estudios lingüísticos que se ocupan de esa época, una Babel moderna. El estado de deterioro en el uso de la lengua alcanzó a los medios de comunicación de entonces, el periodismo escrito y la radio, exhibieron una creciente degeneración en los usos lingüísticos. Lo destacable, y por eso lo traigo a cuento, en este prolongado episodio es que dicha situación fue gradualmente superada gracias a dos instrumentos que se aplicaron a mejorar la condición idiomática de la comunidad: la escuela y los medios de comunicación dichos.

La enseñanza primaria fue obligatoria para todos los niños argentinos y para los hijos de inmigrantes. En esa época, los maestros se formaban en las denominadas escuelas normales, en un doble sentido: porque lo eran, sin alteraciones en su tarea cotidiana, tan frecuentes en nuestros días, y porque se apoyaban en normas, entre las que pesaban con eficacia las lingüísticas. Los niños escueleros, hijos de italianos, franceses, alemanes, rusos, fueron educados en el español de la Argentina, y la enseñanza de la lengua -cemento curricular, como llama a la lengua María Montessori- los integró cultural y cívicamente en la comunidad nacional. A sus padres, fuera del circuito educativo, en cambio, quienes los ayudaron a asimilarse y educaron en los modos y usos correctos de la lengua, fueron los medios señalados: la radio y el periódico. La radio cumplió un papel fundamental para con todos los habitantes ágrafos al darle, como alimento cotidiano, modelos de buen decir, de corrección, de variedad adjetival, etc. La radio enseñó a generaciones de inmigrantes y a argentinos analfabetos, a hablar con creciente precisión y corrección. El diario, en tanto, les enseñó a escribir a los alfabetizados.

No se trata de una opinión personal lo que aquí digo. Uno de nuestros intelectuales más serios y responsables -esto es, con capacidad de buscar repuestas- de la hora, don Ernesto Quesada, destinó un largo estudio: La evolución del idioma nacional (1922), escrito en medio del magma lingüístico argentino, a exponer con claridad el cuadro que he sintetizado, y su gradual mejoría. Aclaro que lo de "nacional" no apunta una supuesta tendencia argentina hacia lo apartadizo en la lengua respecto del resto de la comunidad panhispánica. Aprovecho esta oportunidad y la calificada audiencia, para levantar este baldón, que todavía opera en los desinformados. En mi país toda propuesta o tesis de un "idioma argentino" tuvo, y tiene, un rechazo firme por parte de las personas de autoridad cierta en el tema y en el público culto y aun del general. Solo algunos efectistas o ignorantes de la realidad la postularon aisladamente. El infeliz título que un oportunista francés, Lucien Abeille, dio a un libro suyo, publicado en 1900 : Idioma nacional de los argentinos, parecía todo un programa. La obra, un desatino sobre otro, con solo unidad de encuadernación y no de criterios, fue condenada por la totalidad de los escritores y lingüistas del país, con la excepción de solo dos autores: uno, a quien el francés dedicara el libro, y el otro, un periodista denortado.

Hace poco tiempo, al revisar los primeros números del Boletín de nuestra Academia Argentina de Letras, descubrí la atención, coordinada con el Gobierno, que la Corporación había prestado al cuidado de la lengua en lo que entonces se denominaban las broadcanstings, allá por 1934. He reunido la documentación de esta pequeña empresa académica a favor de la corrección de la lengua radiofónica porque se nos propone como un modelo de acción posible, positiva y realizable, a la que deberían estar dispuestas, respecto de todos los medios orales nuestras Academias, y, claro, los gobiernos que tomen cartas en el asunto, porque en estas cuestiones, se necesita un matrimonio para generar resultados efectivos. Si la radio y los periódicos enseñaron a escribir y a hablar a nuestros ciudadanos, bien puede hacerse hoy el esfuerzo en igual sentido, aunque parezca utópico.

Acompañan, se sabe, en todos los países, a estas preocupaciones y declaraciones en torno a la lengua en los medios, casi todos los Seminarios, Jornadas y Congresos, hasta el reciente Tercer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Rosario. En este último, las propuestas y participaciones fueron más orquestadas y variadas, quizás, que en los encuentros anteriores.
Lo frecuente en estos casos es el cultivo de dos géneros expositivos: la condena apocalíptica de los medios y la jeremiada frente a la desastrada situación generalizada. Pero, nuestra actitud frente a esta situación es que ni la condena vociferante ni el llanto desolador modifican ninguna realidad. Solo la mano operativa que se mete en ella, guiada por un proyecto definido, la modifican.
En este sentido, bien puede decirse que el Diccionario panhispánico de dudas será una firme mano operativa para contribuir a mejorar la actual situación de la lengua en todos los niveles de uso, y, por supuesto, en los medios. Principio quieren las cosas, y, como dicen los chinos, "Un largo camino comienza con un paso breve". Pero digamos que este paso no es breve: es firme y largo y va bien encaminado.
En la década de 1980 a 1990 los principales diarios se aplicaron a componer sus libros de estilo, con diversidad de propuestas y de logros. Capítulo aparte, pero articulado, merece el fundacional Manual de español urgente, de la Agencia EFE, que, con salutífera vida y periódicas actualizaciones, viene cumpliendo un beneficio probado para los medios.
Cumplido el sueño del manual de estilo propio, muchos de estos medios, distribuyeron estos útiles instrumentos entre sus colaboradores, y descansaron de su plausible esfuerzo. Pero, al pasar el tiempo, verificamos que, en varios medios, la situación parece ser la del arpa becqueriana:


Del salón en el ángulo oscuro,

del cronista olvidado y perdido,

silencioso y cubierto de polvo,

yace el libro de estilo.

El mayor deterioro de la lengua no se comprueba, por supuesto, en los medios escritos sino en los orales. Los periódicos permiten -aunque siempre en medio del vertiginoso trabajo de las redacciones- revisar lo redactado, rever lo asentado y tomarse algún margen de distancia para la revisión y corrección. En segundo lugar, los diarios responsables disponen de una "Fe de erratas" que permite salvar, al día siguiente, los gazapos cometidos la jornada anterior. Aunque es observable cómo crece en la actualidad, en forma alarmante, esta lista que busca enderezar los entuertos expresivos, lo que indica que abundan más de lo deseable. A veces se llega a casos inexplicables. Leíamos en un matutino porteño esta corrección: "Donde decía 'Los travestis avanzan', debió decir 'Avanza la canonización de sor Ludovica". Pasemos.
Luego, tenemos las "Cartas de lectores", que contribuyen con sus observaciones a enmendar la plana, en lo grueso y en lo fino. Estas son dos vías honestas de los medios que buscan su transparencia, y no imitan al león de la fábula, que borraba sus huellas con la cola. Un paso, aún más contribuyente, pero cada vez menos imitado, es el de las secciones o columnas que el diario destina semanalmente a cuestiones idiomáticas, ventana por donde el lector se asoma a dudas y dificultades básicas de la lengua, lo que contribuye a mejorar su habla.
Ninguna de estas posibilidades se da en los medios orales, radio y televisión. Porque, como dice el refrán: "Piedra y palabra arrojada no tienen vuelta". Una vez que el error, la patinada o la barrabasada se manifestaron, si no halla inmediata réplica en uno de los participantes de la mesa redonda, si esta realmente lo es, no tiene rescate. En el vértigo verbal en que se suelen sumir las audiciones de ambos medios, todo fluye sin dique ni represa. La misma catarata oral incontinente arrastra todo a su paso y nadie practica el camino del salmón de nadar contra la corriente, revisando lo que se dijo. Escasamente, algunas radios, abren el micrófono a la réplica inmediata del escucha que atina a señalar el desliz.
Es más fácil escribir bien que hablar bien, porque usted puede hacer mediar tiempo entre lo escrito y lo publicado, y en ese lapso aplica reflexión, consulta, ensaya variantes, y hasta alguien puede darle una mano. Pero no corresponde que nos detengamos en anécdotas sabrosas de "negros" vicarios en las empresas periodísticas, como las atribuidas a Alejandro Dumas.
La utilidad y función del libro de estilo para el "comunicador" mediático es de dos naturalezas, como en la retórica antigua se decía del orador: remota y próxima, o inmediata. Lo mismo podemos decir del DPD. El comunicador en medios escritos aplica, o puede aplicar, la consulta en revisión y hojeo de nuestro Diccionario como vía de información previa a todo su trabajo, y volver sus páginas con mano diurna y nocturna, lo que nos parece aconsejable. Llegada la hora de la redacción, puede tener, en un segundo nivel de pantalla de su ordenador o de su computadora, el DPD, cuando este instrumento esté todo digitalizado, y recurrir puntualmente a él, como forma de compulsa próxima al hecho de escribir. Por supuesto, el hábito de frecuentación del DPD lo hará casi innecesario. Que así sea.
En ocasión del provechoso encuentro con los representantes de los medios escritos hispanohablantes, en octubre de 2004, sugerí que no sería mala idea que cada redacción tuviera un "depedeísta", inventemos el neologismo, al que recurrir, como a consultorio lingüístico de urgencia, dentro de la propia casa. Con el tiempo, todos los redactores serán "depeístas
Ahora bien, en el caso de los comunicadores orales, solo disponen de una de las dos utilidades que pueden prestar los libros de estilo y el DPD: la consulta remota. La próxima les está negada porque no media tiempo entre la enunciación y la emisión de su discurso. Solo puede darse esta compulsa próxima en los casos de los textos escritos de los noticieros y los guiones de radioteatro o telenovelas.
Esto constituye una seria limitación y hace más difícil la tarea de un comunicador oral que pretenda salvar los escollos, dudas y tropiezos que puedan presentársele sobre la marcha de su hablar. Esta obviedad, y me disculpo por señalarla, carga las tintas sobre la responsabilidad del comunicador oral.
Si en los géneros radiales o televisivos de noticias o de opinión se valen las empresas de gente del oficio, de profesionales que, supuestamente, han cursado su aprendizaje de manejo diestro y efectivo del sistema de la lengua, no ocurre lo mismo en otros géneros: el de entretenimiento y el de chismes. Esta es la zona donde la lengua es convertida en una mujer golpeada. Vemos al frente de estos géneros, no a profesionales sino a improvisados que reúnen dos o tres condiciones: ser carilindos, estar dotados de simpatía arrolladora y de una "vitalidad" contagiosa. Las tres condiciones para la televisión y las dos finales para la radio. Un manejo aceptable y esperable del sistema de la lengua en estos "comunicadores", para decirlo a lo Tácito, "brilla por su ausencia". Basta que al radioescucha o al televidente se lo atrape de entrada y se lo imante con efectos, y en lo demás, Dios proveerá. Sin meterme a teólogo, diría, con seguridad, que Dios los abandona de su mano, o está escuchando otra emisora o viendo otro canal.

Es grave, por errónea y por sus efectos, la suposición de que todo lo disimulan y encubren el vértigo de las acciones y gestos y lo salva la simpatía del conductor. Si, decía Lessing, nadie pasea impunemente bajo la sombra de las palmeras, y esta nos modifica, cuanto más se dará de impronta negativa e "impresora" en el registro de los escuchas y visores en cuya memoria y ánimo, día a día van imprimiendo las deformaciones, las arbitrariedades, la pobreza y la vulgaridad idiomáticas.
Adviértase que a los medios escritos solo tienen acceso los alfabetizados. En tanto a los orales, acceden todos, los alfabetizados y los ágrafos, más impresionables estos últimos por todo género de pulsiones externas y más ávidos por adoptar modelos, entre otros, y más allá de los axiológicos, los lingüísticos, o sumados a ellos, porque cabría traer a la mesa para completar esta reflexión, como he hecho en un trabajo reciente, las consideraciones de Coseriu sobre los valores de la lengua.
Entre los subgéneros televisivos, el de los programas de entretenimiento infantil es el terreno en el que se consuman los mayores abusos, más allá de los casos frecuentísimos en que los conductores confunden a un niño con dos especies diferentes: un adulto enano o un idiota, o como decía Gabriela Mistral, mezclan lo infantil con lo ñoño. El niño es una esponja frente al televisor, visual y auditiva, y va registrando las formas deturpadas del habla de los animadores y habituándose a ellas, para pasar, luego, a utilizarlas. La indefensión del niño en este terreno es absoluta: es un expósito. Y, a todo esto, debemos sumarle el factor imprevisto que se descuelga con lo impensable, visual u oralmente, frente al chico.
En mi país hay dos formas de domar un potro. Como lo hace el gaucho, habitualmente, montándolo y soportando los corcoveos y las agitaciones convulsas del noble bruto, hasta que lo somete. Y la que usaba el indio, heredero del caballo español. Lo iba acostumbrando a su presencia, le daba vueltas en torno, lo hablaba insistentemente, lo silbaba, le tocaba las verijas con una rama, para quitarle las cosquillas, le manoseaba el lomo y, un día, lo montaba y el bagual no opone resistencia. Es curioso que este sea el procedimiento, no por indio menos efectivo, que los medios orales aplican a su audiencia: la acostumbran a todos los vicios y deformaciones de la sintaxis, a la vulgaridad expresiva, a la reiteración de los mismos lugares comunes, al empobrecimiento de toda expresión a unas pocas voces para todo uso... En síntesis, van quitándoles a los escuchas y televidentes las cosquillas y la capacidad de reacción que se amortece.
Ya lo dice el refrán: "Tanto anda uno con la miel, que algo se le pega". Pero lo grave es que el dicho placero sabio no nos advierte que exactamente lo mismo ocurre con la brea.
El hábito repitiente de las mismas limitaciones y vulgaridades vale como modelo cotidiano, particularmente para los jóvenes, y para los destinatarios ágrafos y los analfabetos funcionales, e impone en el uso su imitación. Gutta cavat lapidem. Lo quiera o no, radio y televisión son cátedras abiertas de prédica de formas y contenidos. La conciencia de responsabilidad social debería operar en ellas, antes de esperar que obre la legislación. La anomia ha crecido día a día y será difícil reencauzarla.
Los académicos no hacemos votos de casticidad, y menos, tal vez, de los otros. Sabemos -el común parece no saberlo- que las academias estimaron el casticismo como una artificiosidad casi hasta viciosa. Y sabemos que la pureza del idioma es un concepto relativo. Me parece gran acierto la acepción que se ha dado al vocablo "purista" en la última edición del DRAE: "Dicho de una persona, que al hablar o escribir, evita conscientemente los extranjerismos y neologismos que juzga innecesarios, y defiende esta actitud". Compáresela con las anteriores ediciones y se apreciará el buen paso dado. De modo que lo que aquí sostenga no parte de exquisiteces casticistas.
El cuadro de situación de la lengua en los medios orales es mucho más grave que el del periodismo escrito. Por dos razones básicas. Primera, la dicha: por falta de aduana verbal en esos medios, o, al menos, casilla de peaje, como aspiración más modesta, y forma de supervisión y control expresivos, facilitados por la índole misma de los medios directos. La segunda razón: hoy nuestros jóvenes "consumen" (como se dice) más radio y televisión que periódicos. Tenemos probado -y lo digo como docente en una Facultad de Comunicación y Director de Posgrados en ella-, que los muchachos que ingresan no tienen el hábito de la lectura del diario, pero, en cambio, no pueden vivir sin el continuo de la radio o de la televisión. De modo que el modelo que reciben es el de los medios orales. En el primer año de las carreras de comunicación, las cátedras deben generar, por insistente exigencia, el hábito de lectura de periódicos, con el que no ingresan los muchachos a los cursos. Toda su adolescencia ha sido alimentada por los mensajes, de varia índole, de los medios orales. Y si "el medio es el mensaje", como dijo con verdad Marshall McLuhan, no menos cierto es que "el medio es el masaje", como también lo apuntó este doctor en letras canadiense, que fue lúcido gurú de los cambios culturales. Ese "masaje" lingüístico es el que, en lugar de vigorizar el manejo del sistema de la lengua, produce, paradójicamente, distonía muscular, laxitud y flojedad.

Pueden señalarse cuatro limitaciones serias que afectan a número considerable de comunicadores orales:

1. La ignorancia del sistema de la lengua

2. La insensibilidad idiomática

3. La pobreza expresiva

4. La vulgaridad expresiva.

La ignorancia lingüística en un comunicador oral es incomprensible como la impericia de un cirujano en el manejo del bisturí. La mala praxis expresiva es mala praxis, aunque no reciba castigo legal y no se pueda hacerle un pleito. Es inconcebible que el directivo de una radio o un canal no elija como comunicador de su medio a los más duchos y avezados en el manejo del instrumento comunicativo por naturaleza, la lengua. De seguro que no elige con el mismo criterio a su dentista.
"El que tiene el discurso tiene la espada", dice Platón, anticipándose a Foucault: tiene el poder. Y el que ejerce ese poder con ignorancia de su lengua genera un mal social grave, como modelo para los indefensos .
La insensibilidad lingüística es injustificada en quien hace de la lengua su instrumento cotidiano de expresión, y, no digamos, base de sus sueldos. Conmueve ver, como hemos visto, el cuidado que ponen los artesanos del pueblo en el cuidado de sus herramientas de laboreo. Nada de esto se ve en ciertos comunicadores orales que destrozan su instrumento. La sensibilidad apreciativa de los matices y rasgos del idioma acentúa la conciencia de uso de la lengua y, con ello, logra una mayor precisión, adecuación y originalidad.

Si me apuran, diría que no me preocupa fundamentalmente en un sistema democrático la corrección sintáctica; ni la invasión de extranjerismos, básicamente anglicismos, porque no tienen, en rigor, tal carácter de inundatorio en cuanto a caudal, sí en cuanto a omnipresencia. Tengo confianza en los criterios y las formas de tratamiento que, respecto de extranjerismos, hemos ido adoptando en el DPD, con los ajustes necesarios que hemos hecho y deberemos hacer, e, incluso, con la oportuna contribución de los representantes de los medios escritos que nos han ha brindado sus opiniones, basadas en valedera experiencia, en la reunión que mantuvimos con ellos en octubre del año pasado, como dije, y que se instituyó en un modelo de acertada interrelación.
No me preocupa básicamente tampoco el peligro, señalado por algunos arúspices de la disolución, de la balcanización del español con ruptura de su unidad. La labor panhispánica de las Academias, acaudillada con eficaz vigor y dinamismo por la Real Academia Española, ha ido robusteciendo lazos idiomáticos firmes y flexibles, como deben serlo los que atan cuestiones de la lengua, por consenso de trabajos y la permanente consulta y actualización para el DRAE, la concreción de una obra clave, como es el DPD, la Gramática panhispanica, que avanza con pie firme, y el Diccionario académico de americanismos, que da sus primeros y sólidos pasos, bajo la vara de alcalde experimentado de Humberto López Morales. Claro está que, si los medios orales se sumaran a la tarea, como los escritos lo han ido haciendo, la unidad fundamental de la lengua se vería fortalecida, pues los medios de comunicación son uno de los instrumentos esenciales y definitorios en la preservación de la unidad lingüística.

Me preocupan, sí, dos notas de pesante gravedad que se han afirmado en los medios orales de comunicación: la pobreza y la vulgaridad idiomáticas.
Al referirme a los dos medios considerados, por supuesto, no puede condenarse la totalidad de los programas y géneros incluidos en ellos. Ya he distinguido lo que va de Pedro a Pedro en los programas. En general, la mayor parte de los noticieros y los de discusión política o intelectual no están afectados en igual grado que los de entretenimiento, para niños o para adultos, los de chismes del espectáculo y un sector de telenovelas, las de consumo interno en cada país, no las que aspiran a la exportación.
La pobreza expresiva en ambos medios es gravísima porque se constituye en una escuela cotidiana de limitación lingüística. Un ciudadano que padezca una lengua pobre como haber, no tiene libertad de expresión. Es cautivo de sus limitaciones. En una democracia, debería preocuparnos seriamente la comprobación de que una enorme porción de la ciudadanía está incapacitada para ejercer un derecho que le reconoce, en vano, la ley, el de expresarse; por donde la libertad de expresión, por cacareada que sea, se nos va al cielo. Y, todo se agrava con programas de los medios masivos orales que no contribuyen sino a anclar a sus receptores en su estrechez expresiva, a atarlos en su cautiverio verbal.
Aunque el efecto sea inquerido, se arriba a él, como si fuera programado. Uno recuerda a George Orwell, ese buen socialista inglés que reaccionó vigorosamente, en un par de sus obras, contra el socialismo dictatorial de Stalin. En 1984, -cacoutopía de lo inminente en el mundo si no se advertían los signos de los tiempos-, muestra como el régimen despótico y antidemocrático, adopta la "neolingua", un sistema de reducción léxica y expresiva de la lengua de la comunidad hasta un grado tal que los ciudadanos no puedan pensar libremente, por la misma limitación de su instrumento expresivo. Convendría a nuestros gobiernos la lectura del apéndice del libro de Orwell, donde se expone los mecanismos reductores de la riqueza idiomática hasta el punto de impedir el sano ejercicio de la mente crítica y la capacidad de pensar con autonomía, para que se advierta sobre los efectos no advertidos en este terreno.
Me parece simplista el caer en teorías conspirativas, a las que son tan adeptos los irresponsables, -y, digamos, los hispanoamericanos- y pensar que todo está programado con perversidad. Pero lo grave del caso es que, con la mejor de las voluntades, el efecto logrado, decía, es el mismo: la gradual discapacitación de nuestro ciudadano para el ejercicio de su libertad. Una lengua pobre, carente de matices, de sinónimos que, gracias a Dios no lo son estrictos, y establecen grados en las realidades, de verbos discriminadores de acciones diferentes aunque vecinas, de modos atenuantes o acentuados de la expresión graduada, etc.
La pobreza verbal amortece o extingue, por exangüe, no solo el plano intelectual sino el de los afectos; impide la matización sentimental, emotiva, y nada digamos de lo que la jerga actual llama "la sintaxis de los sentimientos" , que si se teje internamente, no será expresada, es decir, "liberada", para hablar a lo etimológico.
Las formas expresivas adocenadas son "el grado cero de la creatividad", diría Ortega, y revelan la mentalidad de masa y no de pueblo hablante. Nadie propone que, en lugar del sabido aporte de "mi granito de arena", un ministro, en rebusca expresiva, use "mi corpúsculo de sílice". Pero de allí a zurcir un párrafo con clichés concatenados, hay lata diferencia. Los franceses, que mucho lo ven desde la óptica de las relaciones amorosas, con lo que ponen sal y pimienta a la vida, recomiendan que la relación entre sustantivo y adjetivo no debe ser nunca de mariage, de matrimonio, sino de amantes ocasionales y en albergues transitorios.
Es lastimoso, por cercenador de la capacidad de distinguir aspectos, grados y tonos de lo humano, el uso abusivo en radio y televisión de "palabras-baúl" u "ómnibus", como se las denomina, que incitan a no esforzarse en buscar el término adecuado y ofrecen su apertura vacua y su falsa hospitalidad para cualquier sentido: ayer eran "bárbaro" y "fantástico"; hoy son "tremendo" e "importante"; y no digamos de algunos adjetivos multiuso, como nuestro, por indisputablemente argentino, "boludo", que sirve para fregado y para barrido, para elogiar o denostar, como vocativo, etc. He registrado hasta ocho usos diferenciados.
Es también una forma de la pereza expresiva otro procedimiento impuesto en radio y en televisión el no afinar un adjetivo, eligiéndolo del carcaj de los disponibles, para hincarlo con precisión en el corazón del sustantivo. No: se ensaya una retahíla desmadejada de varios, por si alguno de los allegados, acierta con el blanco. Paul Groussac denunciaba una tendencia de los hablantes argentinos, que habría de consagrarse en los medios orales: el cercar con un potrerito de adjetivos al sustantivo bagual para que no se les escape. Compruebo que no tenemos los argentinos esta exclusividad y la veo hoy como uso generalizado.
En la reciente Feria del Libro, en Buenos Aires, en el Día del Idioma, nuestra académica Alicia Zorrilla realizó una divertida, y penosa, por la indigencia que denuncia, exposición sobre el uso de " y, nada". El vocablo clausura el más leve esfuerzo de rebusca o de preocupación por expresarse con claridad. El uso madrileño de "y, nada" era desconocido en la Argentina, hasta hace dos años; lo ha impuesto en mi país, en este tiempo, la televisión. La "y", seguida de un silencio en el que aguardamos la enunciación que complete, cierre o ponga capitel a la frase, es clausurada por una lápida aplastante de toda expectativa: "nada". La palabreja renuncia a la expresión. Es un punto final y sello de la pobreza.
Es cierto que el fenómeno de los vocablos ómnibus, de los sustantivos "talibanes", el "nada", el lenguaje estúpido, por formulario, son formas que reflejan la cultura del no esfuerzo, el cultivo del esquí expresivo, del dejarse ir cuesta abajo, frente al alpinismo -aquí, andinismo- expresivo. No se espera ni intenta la menor tensión en lo electivo, en lo adjetival, en lo verbal. Todo se manifiesta con el vocablo adocenado o la frase hecha.

Cuando un "comunicador" televisivo o radial dicen que ellos hablan como quieren, apelando a una libertad expresiva, olvidan la responsabilidad social que deben asumir en medios que son públicos y, además, deberían probar que tienen otros registros que, al parecer, no exhiben. Si no, caemos en lo que denunciaba Leopoldo Lugones acerca de "los que proclaman la libertad de no hacer lo que no pueden o no saben hacer". Es una falsedad que encubre la pobreza lingüística y otras indigencias. No son dueños de sí, en última instancia, por lo de nuestro Pedro Salinas: "El hombre se posee en la medida que posee el lenguaje".
Lo adocenado tira por la borda la precisión y la calibración de la frase.
Borges, en una ocasión, se burlaba de un "entrevistador" en televisión, con la socarronería que le era habitual y que pasaba inadvertida para el ingenuo interlocutor, se burlaba, digo, del encadenamiento de preguntas bobas, que son también, una forma de pobreza en un medio rico de posibilidades, como el televisivo. "¿Qué libro llevaría a una isla desierta?" Replicó Borges: "¿Por qué debo llevar uno solo?" "Es la pregunta", le respondió el entrevistador. "Llevaría la Biblia -dijo Borges-, porque son muchos libros en uno". Chesterton a esta pregunta formularia contestó suelta y vitalmente: "A una isla desierta llevaría conmigo un manual para construir botes".
Otro aspecto empobrecedor del lenguaje, pero esta vez exclusivo de la televisión, es la gesticulación que sustituye a las palabras. Lo que se dice con ademanes y gestos convierte a dos personas frente a las cámaras en bosquimanos, pues si le apagan la fogata -aquí los reflectores- no pueden comunicarse dado que su discurso asocia palabra y gestualidad. Esta sustitución de la palabra por el gesto se ha instituido en una academia de expresión manca para nuestros adolescentes.
Es ya referencia iterativa, de lo que me excuso, recordar la frase categórica de Wigenstein : "Los límites de mi lenguaje significan los de mi mundo". La palabra estrecha, estrecha el espíritu: el verbo manco, dificulta la comunicación.

La otra nota que se ha ido instalando como invariante en el mal manejo del idioma fe ciertos programas de radio y televisión es la vulgaridad, que afecta seriamente al decoro del idioma y, por supuesto, a la dimensión ética de la expresión. Lejos de los académicos, precisamente, la mojigatería o el pudor conventual en la consideración de las palabras gruesas o malsonantes. Trabajamos con ellas, las estudiamos, las definimos, no las esquivamos. Pero todo en su sitio. Los estudiosos de los virus no los andan desparramando por la ciudad.

En mi experiencia en televisión y radio, comprobé que algunos periodistas, a propósito de la edición de nuestro Diccionario del habla de los argentinos (2003), hacían en las entrevistas idéntica pregunta: "¿De modo que ahora podemos usar estos vocablos porque están incluidos en el diccionario académico?", y me espetaban, con cierto ánimo de escandalizarme, una retahíla de brulotes. Les preguntaba, entonces, si leían las marcas del diccionario. "¿No advierten que, antes del vocablo, claramente, dice 'vulgar'? Si usted salpica su conversación televisiva con esos vocablos, usted es resueltamente 'vulgar'. Y, como dijo el de la fábula. 'Arrojar la cara importa, / que el espejo, no hay por qué'. Se lo advertimos desde el lexicón".

Ahora bien, hacer de los vocablos vulgares el léxico habitual lleva a que ellos pierdan el peso contundente de su valor efectista; pro no hay conciencia de esta ley estilística. Uno recuerda la reflexión de Bernard Shaw: "Estoy escribiendo una obra revolucionaria: no contiene una sola palabra soez o escatológica". Claro que hay gente para todo, como dicen las abuelas. Hay adoradores que rinden culto a la Venus Cloacina. Y no es nuevo el hecho. Ya lo señaló en el segundo libro de sus Décadas Tito Livio, como se sabe, al contarnos cómo, cuando al concretar uno de las dos grandes trabajos romanos, la construcción de las cloacas de la ciudad, un conjunto de cavadores halló, enterrada en excremento, una imagen de la diosa. No bien se dio esto, la entronizaron y comenzaron a rendirle pleitesía, bajo la advocación de la Venus Cloacina. Si, por lo menos desde los romanos, parece que hay gente para todo.

En el terreno de la vulgaridad expresiva en los medios orales de comunicación, hallo dos tipos de comunicadores. El primero es el "comunicador" resueltamente vulgar que no sabe manejar otro registro que el que le es tristemente habitual. Cabe preguntarse, entonces, cómo, en medios donde la lengua es el instrumento fundamental de trabajo se ha elegido a quien no tiene más que un registro, y este de bajo nivel, que lo retiene inevitablemente cautivo de su limitación. Lo ideal, pareciera, un expositor más orquestado y no el concertista de una sola cuerda. Estamos frente a un caso de impotencia expresiva que no tiene elección libre: auténticamente, habla como es. Este tipo abunda.

El otro tipo de comunicador oral es el que declara que habla vulgarmente porque eso es lo que el público espera de él. Y, quizás, hasta conoce el dístico de Lope: "Y como el vulgo paga es justo /hablarle en necio para darle gusto", y lo ha acomodado, indebidamente, para su justificación. Valen un par de observaciones. Lo que antes dije de la pobreza, cabría decirlo de quien se escuda en aquello de que habla como esperan que hable. Sería esperable que pueda demostrar su manejo de otros registros de lengua, si no cabría pensar que, como la zorra esópica y por las razones de no alcanzarlas jamás, diga: "Las uvas están verdes". Lo segundo es que poco favor le hace a su público al hacerse intérprete de sus preferencias y acotar que le place lo avulgarado. De ser así, se trata de una postura populista: darle al público más de lo mismo, para que no crezca, en lugar de promoverlo y contribuir a ello desde el medio. La vieja receta romana panem et cicernsis en su versión actualizada: pizza y televisión. Por lo demás, la actitud populista supone una canallada moral respecto del hombre de pueblo, expósito frente a los medios. Estos golpes bajos del populismo masificador deben ser desterrados de una sociedad democrática.

Hay otros aspectos del habla usual, en algunos programas de radio y televisión, que igualmente, afectan seriamente a los modelos de la convivencia, de la tolerancia y la mutua compresión que busca nuestra comunidad para vivir en concordia. Tipos como el acaparador de la palabra, el vociferante, el monotemático, a quien se le aplica lo de Gracián: "Sísifos de la conversación que apedrean con un solo tema".
El silencio no es salud en televisión. Todo debe ser llenado de voces, por hueras que sean. Mal condición para el ejercicio del diálogo, especie en extinción: el arte de crear el hueco y la concavidad del silencio para la palabra del otro. La alternancia de silencio y palabra, casi como ritmo de respiración humana o de pulso cordial, en el diálogo: la radio y la pantalla pueden ser espacios docentes en esto.
Trazado este esquemático cuadro de situación, cabe retomar lo dicho inicialmente. Ni la descalificación ni el llanto modifican la realidad. Tampoco la radiografía del diagnóstico mejora al paciente.
No se trata de condenar los medios como irredentos, sino de sumar propuestas que ayuden a apartarlos de estas limitaciones y mejoren lo propio, a favor del bien común de la lengua que es el tejido conjuntivo de la sociedad, y con ello, de los radioescuchas y televidentes.
Lo primero es estimular desde las Academias, en toda ocasión que se de, la conciencia de responsabilidad social de los medios orales de comunicación. Despertada la conciencia, se ha dado el paso inicial para la corrección. Pero no hay que engañarse: el gatopardimo opera siempre.
Lo segundo es la asistencia a los medios orales con aquellas herramientas lingüísticas que podamos aportarles. Después del DRAE, destaca de manera definitiva la oferta del Diccionario panhispánico de dudas, obra la más completa en su especie, lograda, por cierto con el aporte de tantas obras precedentes, algunas nutricias de varias generaciones y a las que debemos nuestra gratitud: los manuales de don Manuel Seco (todos hemos "manuelsaqueado"), de don José Martínez de Sousa, de Manuel Rafael Aragó, y otros más. Recordamos -no ya la manida frase del medieval Saint Victor-, sino la parábola, ceñida a un par de frases, de oscar Wilde. " 'Veo más lejos que tú", dijo el discípulo cabalgando sobre los hombres de su maestro". Y, a partir de ellos, el trabajo elogiable y paciente del equipo de Español al Día, de la Real Academia Española, encabezado por Elena Hernández. Y, luego, el análisis y comentario de las propuestas del mencionado equipo, los aportes de todas las Academias de la Lengua, a través de sus delegados a la Comisión específica, y la revisión y discusión de cada lema. Y, por fin, la aprobación de los plenos.
El DPD tiene un valor agregado importante. A diferencia de los manuales precedentes de su género, obras de un solo autor, este es producto de un trabajo colectivo, consensuado por todas las Academias, integrador de todas las regiones lingüísticas del mundo hispanohablante.
Lo tercero es la necesidad imperiosa y urgente de una presencia más firme y amplia de estudios de lengua en las Facultades e Institutos de Comunicación, formadores de los futuros profesionales responsables en radio y televisión. Hay Facultades de Comunicación que no incluyen en sus planes de estudio la asignatura "Lengua". Estoy hablando, por dar un ejemplo, nada menos que de la Universidad Nacional de Buenos Aires, la más grande de nuestro país. En otras facultades el espacio destinado a la ejercitación en lengua es reducido. Pero el aspecto más desconsiderado en todas las facultades es la práctica corregida de la lengua oral.
Nunca como hasta hoy se ha teorizado tanto y se han realizado tantos estudios meritorios sobre la oralidad. Paradójicamente, la práctica de la oralidad y su análisis crítico ha ido perdiendo terreno en los estudios universitarios de grado. Una de las razones fundamentales es el número de alumnos por curso que lleva a descartar una ejercitación que insume mucho tiempo y esfuerzo personalizado por parte del docente, cosa que no ocurre en los ejercicios y evaluaciones escritos que permiten la simultaneidad. Todo esto conduce a la exclusión de prácticas de lengua oral en los cursos. Las escuelas de locutores para radio y televisión destinan mucho tiempo a la vigilada ejercitación de la entonación y a la pronunciación fonética discreta, y escasísimo espacio al enriquecimiento léxico, a la corrección sintáctica y a otros aspectos de la lengua oral: los niveles socioculturales, las jergas profesionales, el énfasis inoportuno, la vaguedad expresiva, el "alargue" -exigencia común en radio y televisión- , la monotonía, las repeticiones necesarias y las ociosas, los clichés, las formas concatenadas, las muletillas, etcétera. Toda materia que no suele figurar en los manuales de dudas y en los libros de estilo para medios orales.
Lo cuarto es que los medios exijan mayor profesionalidad a los comunicadores en el manejo del sistema de la lengua y una más rigurosa selección en los postulantes. La competencia lingüística debe ser un criterio natural de selección, dado que la vía de comunicación de ambos medios es el lenguaje. Colocar al frente de un programa de radio o de televisión a un discapacitado lingüístico es como poner de inspector de semáforos a un daltónico. Pero lo que vemos, más en televisión que en radio, es cómo ocupan los puestos de conducción y locución de programas personas solo dotadas, como señalaba, de cierto grado de simpatía y desenvoltura, cuando no de desfachatez, o bien modelos que hacen de animadoras, y artistas del espectáculo que asumen papeles de conductores o entrevistadores. Es el reino del revés. Pareciera responder al sistema de los adínata medievales.
Lo quinto es la intervención de los gobiernos en el control de estos desajustes. No se puede ignorar que los medios orales son una propuesta permanente, incesante de formas de discurso que influyen poderosamente en el oyente o televidente. Y si estos discursos son pobres, o paupérrimos, y de creciente vulgaridad, no se ve cómo puedan constituir servicio público alguno. Hoy hablaba de promoción cultural del pueblo, que es uno de los puntos de más difícil solución de las políticas culturales de los gobiernos.
Indudablemente, los manuales de estilo para radio y televisión-los actuales, al menos, muy escasos y más pobres que los del periodismo escrito- son insuficientes. Solo uno de los que circulan por España atiende con cierto grado de sensatez a las formas peculiares de la expresión oral, base de toda la actividad mediática.
No se trata de descalificar sino de contribuir a la mejora del manejo de la lengua en los medios orales, en este caso.

Humberto Eco propone, en uno de sus ensayos, la práctica de una guerrilla semiológica, consistente en que cada cual, en la esfera de su influencia participe activamente con esfuerzos de corrección. Cierto, pero esta de los medios es una realidad compleja, ya muy asentada en la tolerancia de los consumidores. El enderezar la realidad requerirá la suma de los esfuerzos de Academias, Ministerios de Educación, Universidades, Gobiernos y Organizaciones no Gubernamentales, Cámaras de Anunciantes, junto, claro, a la voluntad de cambio por parte de las autoridades de los canales y de las emisoras. Con ellos, el diálogo no es fácil. Lo tenemos probado, pero debe intentarse. No hay peor trámite que el no hecho. Si cada cual atendiera a cumplir con lo propio, todo se andaría. Dice el proverbio alemán: "Si cada uno barriera la vereda de su casa, el mundo estaría limpio". Permaneceremos, en tanto, con un ojo clavado en la realidad dinámica de las hablas y con otro fijo en nuestra aspiración y vocación de unidad de nuestra lengua común.

Pedro Luis Barcia